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Wurrzag ud ura Zahubu, gran chamán de la tribu nariz huesuda

Wurrzag ud ura Zahubu, gran chamán de la tribu nariz huesuda Desde que era un niño, Wurrzag siempre ha estado metiéndose en problemas. El chamán de la tribu Nariz Huezuda, el viejo Wizzbang, era un celoso e irritable Orco que no deseaba que alguien más joven que él le usurpase el puesto. Por tanto, el día que Wurrzag fue hallado en trance, con un brillante resplandor verde en sus ojos y flotando en el aire rodeado por pequeños relámpagos verdes que iban de sus ojos al suelo, fue expulsado de la tribu de forma muy poco ceremoniosa hacia la increíble inmensidad de la laberíntica jungla. Este suceso no fue bueno para Wurrzag, ya que todos pensaban que sería devorado rápidamente por alguna de las terribles criaturas que allí habitaban.

Pero Gorko y Morko tenían otros planes para él.

Wurrzag desconocía esos planes y esperaba convertirse en la comida de alguien en cualquier momento. Pero su pánico no duró demasiado; ya que, después de transcurrir varias horas y ver que continuaba vivo, fue él quien decidió que estaba hambriento, así que fue a buscar algo para saciar su apetito. Quizás fuera su resplandeciente y relampagueante aura verde, o quizás el fuerte olor a ozono que le acompañaba, pero todas las criaturas peligrosas decidieron que tenían asuntos urgentes que atender en alguna otra parte y le evitaron.

Pasaron los días, seguidos de los meses y los años, y Wurrzag creció hasta convertirse en un enorme e imponente Orco. Nunca le preocuparon las bestias peligrosas que amenazaban a otros cuando se aventuraban solos en el verde laberinto de la jungla. De hecho, prefería que estuviesen allí, ya que resultaban excelentes guardianes cuando las visiones le asaltaban y yacía indefenso, oculto y ajeno a cuanto le rodeaba o vagaba como un sonámbulo entre los árboles. Las visiones que le acosaban desde pequeño habían ido en aumento con el paso de los años, aunque la energía del ¡Waaagh! procedente de la constante lucha entre los chicoz ya no corría por sus venas. Esas visiones le guiaron por la jungla siempre en busca de algo, aunque nunca lo encontró hasta la noche fatídica en la que ambas lunas se levantaron llenas.

Salió repentinamente de su trance y miró hacia las lunas. Yacía en el patio en ruinas de lo que una vez fuera una enorme fortaleza orca, un castillo o algo parecido. Nunca antes había visto algo como aquello. Embargado por la curiosidad, comenzó a explorar, encontrando parapetos derruidos y salas decoradas en su mayoría con extrañas y turbadoras pinturas murales. En el ambiente flotaba un aura de familiaridad, aunque él nunca había estado allí antes, lo que le hizo dirigirse hacia un sólido edificio en una esquina del complejo. Estaba en ruinas y cubierto de vegetación como el resto, aunque Wurrzag podía sentir que aquel era un lugar importante. Reflexionando sobre esto, empezó a remover los escombros con su pie, pero no encontró nada. Al final, cuando había dado por perdida su búsqueda, cayó atravesando el suelo.

Cuando volvió en sí le dolía la cabeza, pero olvidó su dolor en cuanto vio la Máscara. El esqueleto que la llevaba había pasado a mejor vida hacía mucho tiempo y no se resistió cuando Wurrzag le relevó de su carga. "Qué raro", pensó. El esqueleto estaba casi reducido a polvo, pero la máscara de madera estaba en perfectas condiciones: polvorienta pero perfecta. Se la probó y casi volvió a caerse por tercera vez: en lugar del agujero vagamente iluminado y lleno de escombros en el que se hallaba, apareció una luminosa sala del trono con antorchas encendidas y pieles cubriendo un sitial elaboradamente tallado. Wurrzag retiró la máscara de su rostro para mirar de nuevo, o al menos eso habría hecho si pudiera habérsela quitado, pero la tenía sólidamente pegada. Luego, antes de que pudiera seguir luchando, una brillante figura verde apareció de improviso y Wurrzag se quedó clavado donde estaba.

Frente a él estaba su vivo reflejo: un joven chamán orco zalvaje que llevaba una extraña máscara de madera. Sin embargo, su reflejo tenía un bastón rematado con una calavera y parecía estar hecho de una verde niebla translúcida. Wurrzag permaneció con la boca abierta y miró fijamente a la figura mientras esta empezaba a hablar: "Wurrzag -dijo-, Gorko y Morko te han elegido para una gran mizión. Debez buzcar al Kafre Eterno y traerlo akí". Wurrzag le miró aún más fijamente. Todo el mundo había oído hablar de ese mítico pielverde que una vez les liberó y que algún día regresaría para conducirles de nuevo a la victoria contra sus múltiples enemigos antes de caer en combate cuando llegase el fin del mundo.

"¿Akí?", consiguió finalmente articular Wurrzag.

"Zi -dijo la aparición-. El auténtico Kafre demoztrará que lo es sacando su hacha una vez máz del pedruzko del deztino". El fantasma hizo un gesto señalando una enorme piedra toscamente tallada con la imagen de una figura baja y con barba, que había en una esquina. Enterrada en su cabeza había una enorme y ornamentada hacha forjada que brillaba a la luz de las antorchas. "Zólo el Kafre puede hazerlo -continuó el chamán verde- y ez tu mizión buzcarle y traerle aquí. Toma ezto, te ayudará", concluyó, dándole su bastón a Wurrzag. Tras eso, la visión se desvaneció.

Y así empezó la búsqueda de Wurrzag, que regresó con los Narizes Huezudaz, la tribu que le había expulsado. El viejo Wizzbang aún estaba allí, tan receloso como siempre, pero Wurrzag era muy diferente ahora. El encuentro duró solo unos segundos y, cuando se asentó la polvareda, el viejo Wizzbang había desaparecido. En su lugar había un Garrapato de aspecto extraño que Wurrzag tomó para sí y que siempre va en lo alto de su Baztón de Huezo.

"Me voy a buzcar al Kafre -gritó Wurrzag a la multitud congregada frente a él.- ¿Veniz konmigo?". Y, a continuación, se dirigió hacia los establos de jabalíes, y eligió al más grande y gruñón de todos. Luego partió hacia el Norte. Naturalmente, el resto de la tribu le siguió...

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